Soy un joven trans negro sin hogar, pero no soy sólo una estadística
*Por Davina Hayes, en declaraciones a Amy Leipziger, del proyecto juvenil Free to Be.
Para mí, la moda es la puerta de entrada al autocuidado. A mis 25 años, neoyorquina de toda la vida, casi un año después de mi transición, puedo sentir cómo respiro en las curvas que han tomado forma. Lo que empezó con los recuerdos de ocultar mi deseo de jugar a disfrazarme a los seis años, de sentirme muerta por dentro cuando me corté todo el pelo a los 13 y los comentarios hirientes que oí a los 23 de que nunca sería una mujer, todo eso se ha ido transformando poco a poco en otra cosa o en otra persona. La moda es mi punto de entrada: es lo que sigo en Instagram y lo que me lleva a elegir un conjunto concreto cuando me siento estresada. Sé que llevar ropa moldeadora me reafirma y también acalla las voces abrumadoras de mi cabeza que me dicen que no soy suficiente. Reduce el estrés de esperar mi próximo sueldo. Me pongo un vestido y mis zapatillas favoritas y se calman mis nervios. Me siento poderosa cuando salgo a las calles de Nueva York.
Davina Hayes
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No sólo soy poderosa, sino que me gano el respeto y la atención positiva y afirmativa de la gente. Y tengo que aprovechar todos los recursos que pueda conseguir porque, como mujer transgénero joven y negra, me enfrento a formas únicas, a menudo graves, de discriminación y trauma. También entro en muchas otras estadísticas: Formo parte del 40% de jóvenes sin hogar de Estados Unidos que se identifican como LGBTQ+. Soy uno de los aproximadamente 8.400 jóvenes queer sin hogar de Nueva York. Muchos más están en situación de riesgo o en la calle, aunque sospecho que esa cifra puede ser mayor, dado lo fácil que es caer entre las grietas. Recientemente me he mudado a una vivienda estable, pero siempre vivo al límite, con el temor de lo rápido que mi realidad podría volver a la inestabilidad de la vida en un refugio.
Otra estadística que se aplica a mí: los jóvenes queer y trans sin hogar se enfrentan a tasas desproporcionadamente más altas de violencia sexual. Fui agredida sexualmente a los 18 años, y de nuevo a los 22. Y otras veces puede que no se llamara agresión sexual, pero ocurrió algo que no me pareció bien. Y las otras veces puede que no se llamara agresión sexual, pero ocurrió algo que no me pareció bien. Cada vez sentía que mi luz interior se extinguía y que mi cordura se desvanecía. Era muy difícil encontrar la voluntad de vivir. Me sentía abrumada por la culpa, la vergüenza y la sensación de que me merecía lo que me pasaba por haber elegido ser mujer. No podía dejar de pensar que ése era el precio que iba a pagar por vivir así y que el miedo constante a la violencia sexual siempre me iba a acompañar.
La verdad es que he pasado la mayor parte de mi vida en diversos estados de miedo. Durante un tiempo, tuve la sensación de que el miedo se había instalado en mi cuerpo, como un vestigio de los múltiples traumas de mi juventud. Vivía en mi piel y me seguía a todas partes. Estaba acostumbrada a que siempre me trataran mal, a que me demonizaran por mi mera existencia. De niña, mi familia y yo vivíamos a veces en refugios para personas sin hogar, y recuerdo esperar con mi madre en las oficinas de la Sección 8, verla luchar para conseguir cupones de alimentos o ayuda en efectivo o averiguar cuál sería su siguiente paso para mantenernos a todos a salvo y juntos. Aun así, no estaba preparada para lo que significaría hacerlo todo yo sola. Esto conlleva otro tipo de miedo. Todo el mundo tiene ideas percibidas de quiénes son los sin techo. Si me miraras, ¿te parecería un sin techo caminando por las calles del SoHo?
Recuerdo que me di cuenta de que el maquillaje era otra forma de amor propio que me ayudaba a sobrellevar el estrés de la vida. Cuando tenía 22 años, mi amiga de entonces me maquilló la cara con los cosméticos Fenty. El rostro que me devolvía la mirada era el de la mujer que soy, no el de aquel chico triste, asustado, joven y gay que vivía en un cascarón hueco desde que tenía seis años. Ahora tengo el privilegio de poseer esa seguridad al protegerme y asegurarme de que se me escucha y se me ve cada día. Mucha gente aún no tiene esa seguridad.
A medida que avanzas en tu mes del Orgullo, quiero que recuerdes mi historia y las historias de tantos otros, que no son solo números y estadísticas, sino rostros y cuerpos que buscan la manera de salir adelante, en el metro, en las tiendas o en las calles, de encontrar el autocuidado que nos ayuda a sobrevivir y a gestionar el estrés que se deriva de nuestra vida cotidiana. Nunca se sabe qué experiencias hay detrás de los ojos delineados por Fenty que te devuelven la mirada.
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